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La paciencia del escritor es semejante a la
del ajedrecista. Ambos se rigen por una doble fuerza: la que ellos suponen
controlar y la que influye en ellos. El ajedrecista actúa según los movimientos
del contrincante; el progreso de la partida no sólo depende de él. Así le
ocurre al escritor ante una página en blanco: el desarrollo del texto no se
limita a la libertad de elección de recursos, sino a los mecanismos que el
propio texto produce mientras se va escribiendo. Las veintisiete letras del
alfabeto y las treinta y dos piezas del ajedrez son capaces de producir un
número vastísimo de combinaciones.
Jorge Luis Borges, en
su cuento “La Biblioteca de Babel”, elabora una alegoría del universo “que
otros llaman la Biblioteca”. Ésta se compone de galerías hexagonales, cuatro de
los muros de cada galería contiene cinco largos anaqueles: cada anaquel,
treinta y dos libros; “cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada
página, de cuarenta renglones, cada renglón, de unas ochenta letras de color
negro”; el número de símbolos ortográficos es veinticinco: veintidós letras, la
coma, el punto y el espacio. Todas las combinaciones de estos veinticinco
signos se localizan en alguno de esos anaqueles. La cantidad de libros es indefinida,
pero no inagotable. Cualquier idea que se pueda transmitir por medio de
lenguaje (y, por lo tanto, mediante la escritura), la reproduce esa gran
Biblioteca. Todo lo dicho, lo no dicho, lo escrito y lo que aún está por
escribirse lo guarda algún hexágono del universo.
Lo mismo ocurre en el
ajedrez: es indefinido el número de partidas, pero todas pueden ser realizables,
de alguna manera ya existen. Ambas cantidades, la de partidas y la de libros,
son matemáticamente calculables (sin duda, en algún volumen de la inmensa
Biblioteca está la cantidad exacta). Sin embargo, para nosotros no debería
tener importancia conocer la cifra, pues la humanidad completa no podría jugar
el número de variaciones del ajedrez ni terminar todos los libros. Para
nosotros esta suma es infinita porque no habremos de agotarla. No puede ser de
otro modo, el universo borgiano es tan preciso como un tablero de ajedrez; una
geometría conformada por sesenta y cuatro casillas y otra por hexágonos son la
base para una cuantiosa suma de posibilidades combinatorias. El bibliotecario
del universo descubre los libros como los ajedrecistas las jugadas; los más
lamentables errores o una partida magistral no son más que posibilidades realizadas
en un momento dado; los libros inentendibles o prodigiosos también son
posibilidades existentes en la Biblioteca. Borges, en una conferencia, declaró:
Cuando yo percibo
algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Parto de un concepto
general; sé más o menos el principio y el fin, y luego voy descubriendo las
partes intermedias; pero no tengo la sensación de inventarlas, no tengo la
sensación de que dependan de mi arbitrio; las cosas son así. Son así, pero
están escondidas y mi deber de poeta es encontrarlas.
El deber del
ajedrecista es encontrar una partida más entre tantas otras, el jugador y su
contrincante vislumbran poco a poco lo que sigue, las piezas no contienden con
su albedrío, sino con el designio de un ser que las controla; pero el jugador
no inventa su juego, lo descubre. El autor argentino en sus dos memorables
sonetos menciona lo anterior; el segundo de ellos termina así: “Dios mueve al
jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / de
polvo y tiempo y sueños y agonías?”, esta sentencia se extiende a la escritura:
los personajes de un cuento, por ejemplo, tampoco tienen libertad, son
gobernados por la pluma del escritor, quien, en el caso de Borges, no tiene la
sensación de que dependa de su arbitrio lo que va escribiendo.
Escribir y jugar
ajedrez son ejercicios que se emparentan en muchos aspectos. Decidir cuál es la
siguiente pieza que vamos a mover en el tablero a veces es tan angustiante como
elegir la siguiente oración que escribiremos en la página. Hay momentos en que
deseamos abandonar el juego, Borges lo dice en un haikú: “Desde aquel día / no
he movido las piezas / en el tablero”, y no faltarán los jugadores que,
vencidos por la impaciencia, dejen a la mitad de una batalla a sus personajes.
[Artículo escrito por: Luis Flores Romero]
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