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El poeta chileno Gonzalo Rojas
(1917-2011) impartió la clase de teoría literaria en alguna universidad de los
Estados Unidos. En cierta junta de profesores, mientras todos hablaban inglés y
él se aburría terriblemente, escribió las siguientes once líneas:
¿Qué
significa “todo esto”? ¿Al fondo de qué? ¿De toda conversación inútil? ¿De toda
esta mundanidad predecible? ¿Qué habría sucedido si este poema se hubiera
desarrollado en un ámbito ajedrecístico? Uno de los caballos blancos, en pleno
desarrollo de la partida, quedó aislado, digamos en H1. Ahí está, al fondo de
todo el juego; duerme, está preocupado por la situación, espera algo. Hay una
latencia incuestionable, existe en su quietud el pulso de la velocidad: con
sólo dos movimientos llegaría al centro del juego, dominando ocho puntos a la
vez.
El caballo
es la figura más expresiva; los cuatro del ajedrez ejecutan la danza en el
tablero, son la entidad chispeante, el de repente, lo que salta con espontáneo
salto, la sorpresa. El silencio del caballo sobresale ante los otros silencios;
tal vez por su forma, por sus ojos, por la manera en que avanza. Tal vez su
expresividad sea consecuencia de su carácter imprevisto: duerme al fondo de
todo esto y de pronto galopa y cuando galopa amenaza a dos o tres piezas desde
un mismo cuadro. Puede proteger al rey de un jaque, pero ninguna pieza podrá
protegerse del caballo; ningún soldado se cubrirá de la amenaza equina; habrá
que mover la pieza intimidada o contraatacar.
Lo que
distingue al caballo es el salto, ese movimiento matemático, flexible aunque
metódico, recto y rotatorio, movimiento disidente. Es fácil explicar cómo se
mueven las demás piezas. El caballo no, el caballo tiene su invariable ruta. Camina
dos cuadros y después se gira como si se arrepintiera, como si buscara distraer
la partida. Va para adelante, luego da la vuelta. Este dar la vuelta es un
prodigio casi bailarín: uno, dos, a la izquierda; uno, dos, a la derecha.
Siempre del cuadro blanco al cuadro negro, del negro al blanco. Sentirán
envidia los alfiles, ellos que solamente saben desplazarse en un mismo color de
las casillas. Sentirá envidia la dama, ella que puede moverse como cualquier
otra pieza, menos como el caballo.
No creo
haber sido el único niño al que le gustaba transformarse en un caballo de
ajedrez cuando había un piso cuadriculado. Ese desplazamiento en “ele” me
divertía mucho; el patio se tornaba un tablero de ajedrez que yo lo recorría
con un trote categórico; buscaba llegar a cada uno de los cuadros, sin temor de
ser comido. El ajedrez del piso era el juego para una sola figura: el caballo
que yo era. Esa alegría cabalgante sólo la he experimentado otra vez cuando conseguí
realizar el ejercicio del “caballo loco”: un viejo problema donde el caballo
debe recorrer las 64 casillas del tablero sin repetir ninguna de ellas. Cuando
logré completar todo el tablero, supe que ninguna otra pieza me despertará tan
grande fascinación.
La última
particularidad del caballo, y quizá la más encantadora, es su única silueta. No
hay otra figura en el ajedrez que sea tan transparente en su fisonomía. Ni la
torre es tan prototípica. Por supuesto, el caballo del ajedrez no es de cuerpo
entero, es sólo la cabeza, símbolo de todo el poderío que representan estos
animales. Ninguna otra pieza tendrá una postura tan firme en el ajedrez; los
caballos apuntan hacia el frente casi como proyectiles. Existen ajedrecistas
que prefieran colocar sus caballos de forma ladeada, es decir, como si fueran
cómplices y se miraran entre ellos, en lugar de observar al enemigo. Sería
interesante colocar a los caballos de un mismo bando de tal manera que se
dieran la espalda, o ¿qué pasaría si los pusiéramos de modo que le dieran la
espalda a todo el juego?, tal vez esa rebeldía pueda causarle un susto al
contrincante.
La soltura
equina se advierte cuando la contienda va por la mitad. Entonces los caballos
se desplazan, son más peligrosos, pueden deshacer la protección de un monarca
enrocado. Cambiar un caballo por un alfil resulta más tormentoso que
intercambiar las damas, puesto que una partida sin caballos es una partida sin
música, es una guerra menos lúdica, menos imaginativa. Cuando un caballo logra
llegar al final del partido, se vuelve majestuoso, destaca más que el resto de
las piezas sobrevivientes. Dar jaque mate con un caballo significaría una
especie de coronación; sería demostrarle al rey que ese movimiento delirante
del caballo es superior a su corona. El caballo es el loco del tablero. Facha
de loco, sabe que es el rey.
[Artículo escrito por: Luis Flores Romero. Twitter: @lufloro]
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